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21 jun 2011

Mínimo Común denominador


Cabro chico, 6 años, Ñuñoa. Tomando leche y mirando la teleserie de la tarde: Una historia titulada “Ámame”, protagonizada por Bastian Bodenhoffer y Ángela Contreras. Mi madre en la cocina. Yo mirando la tv desde el living. La actriz principal aparece en bikini. Acto seguido, aquella cosa que creí que servía sólo para orinar, comienza a crecer. El horror se apodera de mí. Corro por los pasillos de la casa y me encierro asustado en mi pieza. Tomo el espejo y lo miro. ¿Qué le pasa? Me pregunto una y otra vez. El futuro padre de mis hijos había expresado su opinión. Un guerrero acababa de nacer.

En medio de las sumas y restas, antónimos y sinónimos de los años escolares siguientes, comencé a explicármelo, comprendí que habían ciertos rasgos de las mujeres que despertaban a mi campeón. Sospeché de mis compañeras de curso. Podía ser la cintura delgada de Gabriela, los ojos grandes y fijos de Lorena, las piernas morenas siempre expuestas de Francisca. En clases, colocaban el mínimo común denominador expresados en números en la pizarra, pero yo aún no comprendía el mío con las mujeres.

Aún siendo un niño sin comprender al “niño”, nos cambiamos de casa. Al desembalar, escuché en el departamento de al lado, que torturaban a una mujer. Tomé el teléfono dispuesto a marcar el 133. Mi madre se percató de la situación y me detuvo antes de que colocase el último 3. No te preocupes, ella lo está pasando muy bien, me dijo. Yo seguía sin entender.

Semanas más tarde, un compañero de curso me pasa un VHS. Llévatelo y velo sin la presencia de tus padres, me advirtió. Ya en mi casa, bajé el volumen del televisor y coloqué play. No era Ángela Contreras precisamente, ni tampoco Gabriela, Lorena o Francisca. El hombre tomaba a la mujer de la cintura y le introducía el miembro a la mujer, lo enterraba una y otra vez. Mi madre interrumpió mi espanto visual cuando gritó desde el pasillo que iría a comprar. Cuando sentí la puerta cerrarse, subí el volumen y comprendí el sufrimiento de aquella vecina. Al ver sonreír a la protagonista de la película, comprendí que ese día no debía llamar al 133.

Mucho tiempo más tarde, tras varias clases aburridísimas de educación sexual, tímidos encuentros del mejor tipo con algunas compañeras de clase, varias noches pegado a las películas de los martes en Chilevisión y muchos rollos de papel Noble en el tarro de la basura, comprendí finalmente mi mínimo común denominador.

Fue una tarde de verano cuando la vi, aún desconocida por la TV. Se llamaba Jessica Alba y era una actriz de Hollywood en Estados Unidos. Bastó que apareciera un minuto en el televisor para ya querer tenerla en mis brazos, casarme, tener cinco hijos, un trabajo bien remunerado, una casa en la playa, dos empleadas y dos perros Rottweiler que la cuiden mientras vuelvo del trabajo. En mi diccionario personal, era la foto de ella la que aparecía al lado de la palabra “perfección”.

Más tarde, comprendí mi fracaso en la vida, el día que me vi en la necesidad de gastarme la plata del pasaje a EE.UU, en rollos de papel confort. Cómo no odiar a ese negrito de sonrisa blanca dibujado en el papel Noble, ese desgraciado que sonriendo me alejaba del amor de mi vida.

Pronto, con el correr de los años, ya le había sido infiel a mi amor demasiadas veces. Me resigné a la distancia y en una vuelta ilógica de la vida, me enamoré de una AFRICANA común y corriente. De esas que merodean por los pasillos de San Camilo. No era Jessica, pero en algo se parecía.

Con ella, soporté cuatro años de presidio, llenos de cariño y piel morocha. Incluso me traicioné a mi mismo cuando note que en realidad me gustaba. Existía un no se qué. Mi monstruo mitológico griego entre mis piernas reaccionaba ante ella. Mi mente llena de Jessica le exigía explicaciones. Pudo ser amor, o sus grandes senos insertos en esa curvilínea figura morena que rozaba a mi piel tantas noches. Tanto así, que ésta vez fue mi vecina la que estuvo a punto de marcar al 133, preocupada ante tanto escándalo sonoro proveniente de mi dormitorio.

Pero el amor eterno dura tres meses y se mantiene en inercia durante 1 año y nueve meses. Los chocolates de alguna forma van al WC, las rosas son asesinadas por el otoño, los besos pierden su aroma con el enjuague bucal, las palabras se las lleva el viento, el amor se vuelve costumbre y las mariposas en el estomago se vuelven polillas asesinas que te comienzan a digerir lentamente. En fin, algo faltaba.

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Oda al niño


Ohh nuestro amo y señor

Creador del deseo y la pasión

Niño manipulador

Orgullo de hombres

Objetivo principal de la mujer

Muerte darás, a quién te chupe mal

Ignorancia, a quien no te deje entrar

Víctima de la grandeza

Enjaulado por el calzoncillo

Tú poder no radica en la mente

Y encoges por pereza

Explorador de peludas cuevas

Valiente sin linterna

Tus redondos guardias te manejan

Tu dios te restringe

Algunas damas te dejan

Ohh querida arma de mi vida

Si tan solo hablaras

Cuantas cosas dirías

No eres más que un niño travieso

Juegas a lanzar tus fluidos lejos

No me manipules niño otra vez

Controlas mi mente al amanecer

Y muchas veces en el día lo vuelves a hacer

Caprichoso por las curvas

Juguetón por las rubias

Escandaloso con morenas

No te conformas con nada

La piscola te la gana

Te encanta la niña jugosa

Te abre las puertas, golosa

Indeciso de entrar o salir

Te mueves para no fingir

Ohh mi hijo deportista

Si tan solo hablaras

Cuantas cosas dirías.


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Mister Simpatía.


No, no soy un tipo simpático. Más bien, me considero un bastardo. Sin embargo, tengo el deber de aclarar que no soy un producto de mis traumas. No tuve carencia de afecto, ni mi padre mutiló a mi madre, ni mis hermanos me hacían bullying. Nada de eso. Familia normal, padres cariñosos, madre preocupada, hermanos temerosos, variados amigos y buena educación. Más bien, creo que el trauma de ellos, soy yo.

Las garrapatas humanas de mis amigos siempre me han preguntado si acaso mi nivel de amargura proviene de algún evento particular. Más bien, les respondo, siento que proviene de una situación general.

Cuando estoy a un paso de comenzar a hablar de mi odio a la sociedad, se me ocurre decirle a mi amigo que en verdad la culpable de todo esto, es su propia madre, por violarme cuando aún éramos niños. La mitad de mis pares creen que sus madres me violaron y rompieron lazos familiares de manera muy dramática con ellas. La otra mitad, sin intención de declararlos inteligentes, descubrió que era una mentira no piadosa para evadir preguntas sobre mi persona.

La culpa jamás ha sido mía, sino de los que me rodean. ¿El gran pecado de ellos? Que me rodeen. La gente es masoquista, eso lo descubrí a temprana edad.

Mis compañeros de curso me adoraban por hacerles bromas ingeniosas. Recuerdo una vez que llegué al curso repartiendo puesto por puesto una barra de chocolate. Todos estaban sorprendidos ante mi aparente gesto de amor. Lo que ellos no sabían, era que cada chocolate tenía un porcentaje importante de laxante. Ese día, los baños del colegio colapsaron, y una vez más, tuve que visitar a la directora, puesto que era el único alumno que quedó en la sala.

Estuve en 16 colegios a lo largo de mi educación, mis notas nunca bajaron de 6.0, pero las anotaciones por conducta superaban las 6 páginas. Tenía ya un prontuario. Fui el primero en terminar la PSU, al salir de la sala llamé a la profesora y le dije que tres alumnos en la tercera fila estaban copiándose. La muy idiota jamás supo si era verdad o mentira, puesto que me retiré antes de decirle si la tercera fila era contando de izquierda a derecha o al revés.

Soy el mayor de tres hermanos. Dos estúpidos de 19 y 20 años, y una estúpida de 18. Si usted sabe algo de matemáticas, podrá deducir que tengo 21 años y que por cuatro años seguidos, a mi padre quizás no le alcanzaba el sueldo para comprar condones en tan sólo un mes determinado de cada año. Somos producto de las deudas de marzo, engendrados bajo el signo de capricornio en diciembre.

Hace poco mi ingenua hermana menor insistió en que yo tuviese una polola. Le apetecía verme en esa ridícula experiencia hipnótica sadomasoquista y sicótica a la que todos llaman amor. Yo en lo personal, he preferido siempre las relaciones sexuales sin compromiso. Durante dos semanas, el espermio más joven de mi padre, es decir, mi hermana, comenzó a darme consejos sobre como enamorar a una chica. Le seguí el juego. Elegí una chica de mi universidad y le regalé flores, bombones, peluches, fui cariñoso y fingí ser un tipo entregado a las órdenes de cupido. La chica eligió a otro. Yo era muy entregado y sentimental, según dijo.

Ese día llegué a mi casa y encontré a mi hermana con su mejor amiga. Una tipa bastante guapa, pero de las típicas que gritan a los cuatro vientos cuan feliz las hace su pareja. Vive transmitiendo sobre su novio y lo feliz que es hace 5 años junto a él. Me incluí en su conversación y aporté unos cuantos tragos. Tal como lo supuse, mi hermana no resistió y se durmió en el sillón. La amiga guapa se quedó junto a mí. Bastó que se agachara a buscar cigarros de su cartera y se le asomaran por debajo del blue jeans los tirantes de un colaless negro para encender mis pasiones. Al momento sentí un bulto creciente en mi pantalón y comprendí que esta mujer me entusiasmaba más que Sacarach en jardín infantil. En menos de 10 minutos, Barbie estaba en mi cama olvidando por completo la existencia de su perfecto Ken. Terminó con él al día siguiente y hasta hoy está casi platónicamente enamorada de mí.

Sin embargo, tras este evento descubrí que los seres humanos, cuanto más quieren representar algo, es porque más inseguros están de ello. Como el caso de mi último Psicólogo. El tipo tenía la oficina adornada con regalos de la esposa, corazones gigantes y otras bobadas. Cuando entré a su oficina, él se despedía por teléfono de ella y en una frase dijo “te amo” tres veces, el protector de pantalla de su computador tenía una foto de ella y él en la playa y como tic nervioso se tocaba el anillo de matrimonio cada 2 segundos. Antes que empezara la terapia o se presentara, se me ocurrió preguntarle: ¿Usted está seguro que ama a su esposa? El tipo quedó perplejo y sin palabras, 10 segundos más tarde, el profesional de la mente se largó a llorar y entre sollozos contaba que tenía una amante y se sentía culpable. Fin de la terapia.

Como ya supondrán, he asistido a 24 psicólogos diferentes. Tengo la sensación que ninguno me aguanta más de tres sesiones. En particular, recuerdo uno que a la tercera sesión me dijo que tenía un hermano enfermo en Australia y que debía irse urgente a cuidarlo allá. Por lo tanto, ya no podía continuar con la terapia. Sin embargo, al cabo de un mes lo vi vitrineando por el Mall Parque Arauco feliz de la vida.

Mi padre y mi madre dicen que los hice feliz durante nueve meses. Luego hablé… Mi padre se volvió canoso y mi madre comenzó a perder pelo, yo sólo los miraba y seguía creciendo. Cuando tenía 7 años, mi padre entró a mi dormitorio llorando y preguntándome repetidas veces: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Lo mire fijo y le respondí: Bueno, no soy un tipo simpático.


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¿Y dónde está el flaite?


Aún no encuentro la solución perfecta que me podría permitir acabar con esa raza de engendros que se propaga y expande en nuestra sociedad. Los flaites sí que son un problema en Chile. Parecen esas polillas primaverales que se meten a tu pieza y dejan una mancha al matarlas. Esto empeora, porque son más porfiados que la transparencia del Gobierno de Piñera. Estos rufianes sin clase juran que el hoyo del queque se ve más feo que ellos.

Caminan, modulan y gesticulan de manera diferente a la raza humana. Estos mamíferos de zapatillas caras y vestimentas ostentosas se expresan sin siquiera hablar. Hacen un gran intento por amedrentar a un rebaño, que ya está bastante castigado por las deudas económicas. Cuando hablan es infinitamente peor, te dan ganas de vomitar o huir del país. Poseen una cultura y lenguaje propio digno de una masturbación antropológica. Un hecho rescatable, eso sí, es que su vestimenta ya es ampliamente reconocida por la sociedad. Ya nadie aparenta no ser ratero.

En este país ubicado en el ano del mundo, se necesitan ladrones con clase, esos que te recuerdan el placer de robar. Aplaudo la elegancia y me pongo de pie ante el ingenio del robo justo. Robar chocolates en el supermercado es un acto de venganza, dulce satisfacción de recuperar un dinero que te robaron primero. “Roba a los ricos y entrega a los necesitados” era el lema de Robin Hood en una película muy mala de los ¨90.

A lo largo de la historia, se ha visto como los infelices de infames recursos han hecho que a la elite aristocrática se les encoja el culo presionando por un lugar político. Pero esos homos sapiens de escaso bienestar que no tenían donde caerse muertos, eran trabajadores que luchaban por una pobreza digna. Es decir, no tenían pan pero tenían clase. En cambio, estas nuevas caras tienen dientes blancos, te abrazan y sonríen mientras te roban, ni siquiera hacen un esfuerzo por mentir bien. Te hacen huevón y punto.

A mi pesar, recuerdo una noche de abundante alcohol, cuando un reverendo imbécil mencionó la fascista idea de agrupar a todas las personas de bajos recursos en el Estadio Nacional, con la excusa de un falso concierto gratis de Américo, para luego lanzarles una bomba atómica y acabarlos de raíz, menudo idiota. Si ocurriese eso, nosotros, los honestos de siempre, los de clase media, quedaríamos al final de la cadena alimenticia y pasaríamos a ser los mal llamados flaites del país. Ojala el tipo de aquella noche nunca llegue a ser Presidente, pero ojo, por lo visto, en este país ser un perfecto idiota es condición esencial para llegar a aquel cargo.

El pobre es pobre y el ladrón es ladrón. Suena huevón, pero es verdad. Si un individuo nace en un barrio donde tienen un reloj que no da la hora sino que la pregunta, una mamá caída al litro, heroína al desayuno, papá en colina, amigos lanzas y balazos al viento, es muy probable que termine por ver el robo como una herramienta laboral. Si robar es mi alimento, hago tristemente lo correcto. El que es llamado flaite no tiene la culpa total de serlo. Jamás podría llegar a odiar a un individuo que nació en el mismo infierno, provisto de las pocas opciones que le dejamos en la vida nosotros mismos, que somos los cuicos para ellos y los pobres para los cuicos.

Robar por necesidad no es rasca, es desagradablemente comprensible. Entonces, ¿Dónde está el flaite? El producto de mi desprecio no es la pobreza, sino quien roba a los pobres. Es ese ser humano que usa terno y corbata, aparece en los diarios y no anda na´ solo, tiene 20 Ministerios Públicos que lo ayudan a hacer promesas más falsas que Gemita Bueno. Un circo de fenómenos auspiciado por los medios. En todo este texto, dije que odiaba a los flaites, pero no el que canta en la micro o vive en los campamentos, sino a ese que habita con su Gabinete cómodamente en la casa de Gobierno. Ahí está el verdadero flaite. Ese sí que da miedo y si gusta, lea el texto de nuevo.


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Tulandrásico Primero.


Soy el mayor con 24 horrorosas navidades a mi andar, me sigue mi hermano de 23 y luego el espermatozoide ganador más joven de mis padres, mi hermana de 22. Probablemente, era el mes de no comprar preservativos. Lamentablemente llegó a mi familia un integrante más. Era un ser diabólico de cuatro patas, hocico alargado y maquiavelismo disfrazado de ternura.

Fue hace 8 años, cuando mi padre lo trajo a casa. Era un Golden Retriever cachorro y juguetón, que meaba y cagaba el living, mientras mis hermanos y mi madre jugaban alegres con él y le ponían caritas ridículas. Por mi parte, me mantenía en una esquina del living, silenciosamente rabioso e indiferente. Ese perro era mi propia termoeléctrica que contaminaba mi libertad, el problema es yo no podía simplemente cambiarlo de terreno.

¿Por qué él puede ser libre y hacer lo que se le de la gana y yo no? Ese momento fue crucial en mi reprimida vida. Miré a ese perro directo a los ojos y el muy maldito me sonrió. ¿Qué se cree este quiltro, que lo adoran por tener libertad de acción y además, se viene a burlar de las leyes sociales que me reprimen? “La venganza va a ser dulce”, reflexioné. En ese momento, usé el respeto y temor de mi familia hacia mí, y decidí colocarle el nombre a ese animal que había llegado a arruinarme la vida. El perro se llamó “Tulandrásico Primero”.

Corría desnudo por el patio, dormía a deshoras, no estudiaba ni trabajaba, babeaba, lo alimentaban y se tiraba a cuanta perra quería. Es decir, todo lo que yo no podía hacer. La vez que traté de correr desnudo por el patio, mi psicólogo amenazó con internarme en El Peral. Durante el mes que dormí de día y estuve despierto de noche, parecía zombi y una joven tuerta me preguntó en la calle si yo era un actor de la saga “Crepúsculo” “¿Robert Pattinson?”, le pregunté entusiasmado. “No, perdón, me equivoqué de película, te pareces a ese que decía “My treasure” en el señor de los anillos, Gollum se llamaba”, me respondió. Que ganas de decirle: “Ándate al carajo, Ciclope”, pero no podía.

Como era de esperar, a mi perro todos le llamaban “Tula”. Mi padre gritaba cada día a todo pulmón: “¡¿quién sacará a Tula hoy?!”. ¿Qué ocurrirá en esa casa? Se preguntaban mis preocupados vecinos. Entre tanto, mi ingenuo hermano menor, cuando tenía doce hormonales años, le dijo a una linda joven que paseaba a su perro en la calle: “Si quieres ven a mi casa, el mío se llama “Tula”, es muy regalón, le encantan las perras y yo creo que gozarías mucho jugando con él”. La joven, le pegó una feroz cachetada antes de llenarlo de insultos y garabatos que usaban de adjetivo las conchas y las madres.

A “Tula” le perdonaban todo, por lo que yo podía esconderme feliz en las sombras. El era mi herramienta perfecta para desarrollar mi maldad y sentirme libre a ratos. Me vengaba de su libertad, robando el asado familiar o rompiendo los cuadernos de mis hermanos y luego señalando a “Tula” como el culpable. Total, a él siempre lo iban a perdonar, aunque se paseara por la casa con la expresión de quien dice: “¿y qué esperabas? soy tan solo un perro.”

Pero “Tula” era mujeriego. Una vez, que me encontraba sólo en casa, llegó una vecina reclamando que nuestro perro había preñado a su dulce perrita. La pobre perra ya había parido cinco cachorros, todos parecidos a “Tulandrásico Primero”. Mientras escuchaba a la mujer reclamando desde la entrada, miraba de reojo a mi pobre perro asustado que se escondía tras la puerta de la cocina y me observaba con expresión de socorro.

Por primera vez, me volví su aliado. Callé a la molesta mujer diciéndole: “¿Y acaso usted espera pequeñas raciones mensuales de “MasterDog” como pensión alimenticia? Lárguese de aquí señora, y si vuelve, hágalo con un examen de paternidad”. Cerré de un portazo y el perro me miró agradecido. Al fin, sentí que yo y ese mamífero infeliz compartíamos algo en común, ambos estábamos más atrapados que minero de San José en nuestros respectivos cuerpos.

“Tula” y yo amábamos ese grito de libertad. Ese grito propio del rudo ex convicto que es obligado por su mujer a ver “Hanna Montana”, del novio que en su boda ve como su amplia suegra se coloca justo en la puerta de escape de emergencias o el que observa como todos cantan “quiero ser libre” mientras su novia le aprieta la mano. “Tulandrásico” no era libre, no podía amar, no podía expresar su opinión y menos razonar. Tampoco estaba dispuesto a asumir su paternidad, más aún, cuando ya había calculado que ocho perritas más habían sido preñadas por este canino amo del deseo y la pasión.

Un día caminaba por mi barrio regresando de la universidad. Pronto, el típico ladrido se escuchó a lo lejos, pero esta vez, sonaba a queja de perro moribundo. No soy precisamente un “Dog Lover”, pero jamás se me habría ocurrido golpear al maldito. Lamentablemente, el auto de un idiota no lo pensó así. En aquel momento, olvidé las famosas reglas sociales y terminé al final del día en una celda, detenido tras destruir el auto de ese despistado conductor. Mi padre, llegó enfurecido a la Comisaría a preguntarme qué había pasado. “Mató a mi perro”, le respondí furioso y triste a la vez. En un extraño gesto, mi padre sonrió levemente y pagó la fianza en silencio. Y yo finalmente, me daba cuenta que a ese hijo de perra de nombre ridículo, en realidad lo había amado.

Tiempo más tarde, despierto en mi cama con los gritos alegres de mis hermanos en el living. Me levanté furioso a callarlos, cuando veo la escena más terrorífica de mi vida: el espermio más joven de mi padre, es decir, mi hermana, sosteniendo una perra hembra de la misma raza que el protagonista de esta historia. Se acerca a mí y me dice con voz suave: “Tócalo, es una perrita, se llama Tulandrásica Segunda”. Fin de la historia.


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¡¡ Métele mano ¡¡


Calentura típica de adolescente colgado en clases que juraba que Napoleón era un parche para los dolores musculares. Los eruditos, gruñones por la escasa sexualidad matrimonial, escribían en la pizarra y lo único en lo que piensa el púber es en meterle mano a la compañera de banco. Culpa a MTV y a RedTube de su adicción a los insinuantes jumperes escolares y ya reemplazó las pichangas de barrio por bancos de marihuana.

Timidez siniestra que detiene esa mano, amenazando con una represión de mierda psicológica por el resto de su vida. Creando un dolor y una inmensa amargura de testículos vitalicia que ni se asemeja a la agonía de saber que en ese momento puede cambiar su existencia. El lápiz Bic presionando una hoja de papel, la sangre agolpada violentamente abajo del ombligo y la pierna cruzada disimulando el despertar de la bestia.

Un solo gesto, un solo movimiento y se volverá el galán de la escuela, el resto de los jumper lo mirarán con lujuria, se dormirá pensando que es un ganador, sacará buenas notas en la Universidad, tendrá buena carrera, bronceado Julio Iglesias y manejará un Ferrari en dirección a su departamento propio donde decidirá qué cuerpo lo acompañará cada noche.

Sin embargo, el reloj avanza y son cada vez menos los minutos que le quedan de clase. Su compañera mira atentamente la pizarra y el pobre individuo con el cuerpo recto, mirando de reojo y sosteniendo fuerte la mesa. Esa sensación de estar a punto de convertirse en el perdedor que desperdicia espermatozoides en baños públicos, las sábanas, confort, calcetines usados, etc. Todo en el marco de dos opciones claras: “El marido huevón” o el “Resentido agresivo”.

El primero, un cuadrado víctima de una esposa controladora, vergüenza nacional para los machos que se respetan. Se viste como la señora le dice, que generalmente es ropa de niño: bermuda, calcetines, zapatitos, una polerita con rayitas y cuello abotonadito (así el huevón parece marinerito) y un gorrito muy lindo que le tapa los cuernitos que le pone la insatisfecha del reprimido mientras va al trabajito (exagero en los “itos” porque en realidad es muy ahuevonadito).

El segundo, un huevon agresivo, tosco, machista y extremista que utiliza a la pobre señora o mamá (en el caso que todavía viva con la madre) como bolsa de arena permanente. Si es la esposa la “afortunada” de tenerlo al lado, recibirá toda la carga de un engendro que eligió vivir reprimido con la más fea porque jamás creyó en poder tener a la más bonita.

Así que si aún es joven y vive una situación similar, mejor estire la mano y haga algo. Nada es inalcanzable. No es necesario tocarle la pierna, basta con rozarle el brazo a la compañera y decirle algo agradable. Sonríale y trátela como una dama. Sea respetuoso. Es más fácil de lo que parece. Así evita divorcios, maltratos, angustias e inseguridades innecesarias. El mundo ya tiene suficientes tipos que jamás se atrevieron a perseguir lo que deseaban.


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Yo



Yo no soy yo. Yo no soy tú. Yo soy el que escapó del maldito condón. Yo boté la comida. Yo desperté a tus padres. Yo me burlé de tus hermanos. Yo soñé con un mundo mejor y yo soy quien lo transformó en peor. Yo golpeaba a tus pares.

Yo soy el insano que se hacía el enfermo. Yo me burlé de dios. Yo me burlé del diablo. Yo los mandé al carajo.

Yo insulté a tus maestros. Yo tuve tu primer pensamiento sexual. Yo di tu primer beso y la toqué por primera y segunda vez. Yo perdí tu virginidad. Yo soy quien te la devolvió y yo soy quien la perdió de nuevo. Yo soy el que no usó preservativo. Yo insulté a tu padre. Yo insulté a tu madre. Lloré bajo la lluvia. Te mentí. Te vendí. Te engañé. Te fui infiel. Te traicioné. Lo disfruté. Me arrepentí. Me olvidé.

Yo maté. Yo robé. Fui tu primer amor. Fui tu segundo amor. Siempre seré tu primer dolor. Soy tu principal adicción. Yo te odié. Te amé. Te engendré. Te asesiné. Te resucité. Luego te culpabilicé y yo mismo te perdoné. Finalmente te detesté y después te recuperé.

Yo soy tu fortaleza y tu maldita debilidad. Yo soy quien miras al espejo cada día. Soy tu peor vergüenza. Tu mayor orgullo. Soy tu inconsciente. Yo soy quien en realidad tú eres. Tu maldad y bondad. Yo soy tu esencia. Yo soy tu alma.


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