Soy el mayor con 24 horrorosas navidades a mi andar, me sigue mi hermano de 23 y luego el espermatozoide ganador más joven de mis padres, mi hermana de 22. Probablemente, era el mes de no comprar preservativos. Lamentablemente llegó a mi familia un integrante más. Era un ser diabólico de cuatro patas, hocico alargado y maquiavelismo disfrazado de ternura.
Fue hace 8 años, cuando mi padre lo trajo a casa. Era un Golden Retriever cachorro y juguetón, que meaba y cagaba el living, mientras mis hermanos y mi madre jugaban alegres con él y le ponían caritas ridículas. Por mi parte, me mantenía en una esquina del living, silenciosamente rabioso e indiferente. Ese perro era mi propia termoeléctrica que contaminaba mi libertad, el problema es yo no podía simplemente cambiarlo de terreno.
¿Por qué él puede ser libre y hacer lo que se le de la gana y yo no? Ese momento fue crucial en mi reprimida vida. Miré a ese perro directo a los ojos y el muy maldito me sonrió. ¿Qué se cree este quiltro, que lo adoran por tener libertad de acción y además, se viene a burlar de las leyes sociales que me reprimen? “La venganza va a ser dulce”, reflexioné. En ese momento, usé el respeto y temor de mi familia hacia mí, y decidí colocarle el nombre a ese animal que había llegado a arruinarme la vida. El perro se llamó “Tulandrásico Primero”.
Corría desnudo por el patio, dormía a deshoras, no estudiaba ni trabajaba, babeaba, lo alimentaban y se tiraba a cuanta perra quería. Es decir, todo lo que yo no podía hacer. La vez que traté de correr desnudo por el patio, mi psicólogo amenazó con internarme en El Peral. Durante el mes que dormí de día y estuve despierto de noche, parecía zombi y una joven tuerta me preguntó en la calle si yo era un actor de la saga “Crepúsculo” “¿Robert Pattinson?”, le pregunté entusiasmado. “No, perdón, me equivoqué de película, te pareces a ese que decía “My treasure” en el señor de los anillos, Gollum se llamaba”, me respondió. Que ganas de decirle: “Ándate al carajo, Ciclope”, pero no podía.
Como era de esperar, a mi perro todos le llamaban “Tula”. Mi padre gritaba cada día a todo pulmón: “¡¿quién sacará a Tula hoy?!”. ¿Qué ocurrirá en esa casa? Se preguntaban mis preocupados vecinos. Entre tanto, mi ingenuo hermano menor, cuando tenía doce hormonales años, le dijo a una linda joven que paseaba a su perro en la calle: “Si quieres ven a mi casa, el mío se llama “Tula”, es muy regalón, le encantan las perras y yo creo que gozarías mucho jugando con él”. La joven, le pegó una feroz cachetada antes de llenarlo de insultos y garabatos que usaban de adjetivo las conchas y las madres.
A “Tula” le perdonaban todo, por lo que yo podía esconderme feliz en las sombras. El era mi herramienta perfecta para desarrollar mi maldad y sentirme libre a ratos. Me vengaba de su libertad, robando el asado familiar o rompiendo los cuadernos de mis hermanos y luego señalando a “Tula” como el culpable. Total, a él siempre lo iban a perdonar, aunque se paseara por la casa con la expresión de quien dice: “¿y qué esperabas? soy tan solo un perro.”
Pero “Tula” era mujeriego. Una vez, que me encontraba sólo en casa, llegó una vecina reclamando que nuestro perro había preñado a su dulce perrita. La pobre perra ya había parido cinco cachorros, todos parecidos a “Tulandrásico Primero”. Mientras escuchaba a la mujer reclamando desde la entrada, miraba de reojo a mi pobre perro asustado que se escondía tras la puerta de la cocina y me observaba con expresión de socorro.
Por primera vez, me volví su aliado. Callé a la molesta mujer diciéndole: “¿Y acaso usted espera pequeñas raciones mensuales de “MasterDog” como pensión alimenticia? Lárguese de aquí señora, y si vuelve, hágalo con un examen de paternidad”. Cerré de un portazo y el perro me miró agradecido. Al fin, sentí que yo y ese mamífero infeliz compartíamos algo en común, ambos estábamos más atrapados que minero de San José en nuestros respectivos cuerpos.
“Tula” y yo amábamos ese grito de libertad. Ese grito propio del rudo ex convicto que es obligado por su mujer a ver “Hanna Montana”, del novio que en su boda ve como su amplia suegra se coloca justo en la puerta de escape de emergencias o el que observa como todos cantan “quiero ser libre” mientras su novia le aprieta la mano. “Tulandrásico” no era libre, no podía amar, no podía expresar su opinión y menos razonar. Tampoco estaba dispuesto a asumir su paternidad, más aún, cuando ya había calculado que ocho perritas más habían sido preñadas por este canino amo del deseo y la pasión.
Un día caminaba por mi barrio regresando de la universidad. Pronto, el típico ladrido se escuchó a lo lejos, pero esta vez, sonaba a queja de perro moribundo. No soy precisamente un “Dog Lover”, pero jamás se me habría ocurrido golpear al maldito. Lamentablemente, el auto de un idiota no lo pensó así. En aquel momento, olvidé las famosas reglas sociales y terminé al final del día en una celda, detenido tras destruir el auto de ese despistado conductor. Mi padre, llegó enfurecido a la Comisaría a preguntarme qué había pasado. “Mató a mi perro”, le respondí furioso y triste a la vez. En un extraño gesto, mi padre sonrió levemente y pagó la fianza en silencio. Y yo finalmente, me daba cuenta que a ese hijo de perra de nombre ridículo, en realidad lo había amado.
Tiempo más tarde, despierto en mi cama con los gritos alegres de mis hermanos en el living. Me levanté furioso a callarlos, cuando veo la escena más terrorífica de mi vida: el espermio más joven de mi padre, es decir, mi hermana, sosteniendo una perra hembra de la misma raza que el protagonista de esta historia. Se acerca a mí y me dice con voz suave: “Tócalo, es una perrita, se llama Tulandrásica Segunda”. Fin de la historia.
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